Debemos ser más felices. Yo nací en Santiago, me cambié a Mulchén, Los Ángeles, Concepción y de nuevo Santiago, que es donde resido ahora. Llevo 4 años viviendo en la capital y me acostumbré al segundo día. Creo que, quizás, siempre anhelé vivir en una ciudad muy grande, con un ritmo muy acelerado, sin desmerecer las bondades que me dio mi región del Bío Bío.
A pesar de que era muy chica para darme cuenta de que tuve la mejor infancia que podría soñar, no alcancé a percibir, ya más grande, que todo me serviría cuando creciera.
Todo esto es a propósito de que en esta rica semana recién pasada, una suerte de vacación para todos los chilenos, me fui con un par de amigos a La Serena. No les voy a mentir, la idea era olvidarse de la ciudad, del trabajo y de las responsabilidades que tenemos de lunes a viernes; y entregarnos a los generosos brazos de las fondas, los terremotos, la cueca y el mar. Entonces fue cuando mi cuerpo empezó a exigir descanso y poco a poco se hundía en el sillón que miraba al mar en un tremendo ventanal. Fue reflexivo y retrospectivo. Observaba a las familias que caminaban por la Avenida del Mar, niños con remolinos de colores en sus manos moviéndose con el viento que había (ojo que aún no estamos en verano, hacía frío a ratos) y por supuesto no faltaban los surfistas que desafiaban las tremendas olas que rompían en la orilla. Impresionante. Todos disfrutando del ocio y del paisaje. Aún cuando yo seguía con esa sensación de que hay algo que hacer más tarde, tengo que cumplir con un horario, era solo eso, una sensación.
Uno de esos días, fui a La Recova a almorzar con el grupete. No sé si era mi estado zen o de verdad desfiguré la realidad, pero veía cómo los locatarios de los restaurantes del segundo piso se peleaban por ofrecernos sus mejores platos, casi como ir al terminal de buses donde todos te hacen la mejor oferta con sus pasajes. Era igual. Uno de los mozos que estaba ahí, muy bien vestido con su uniforme blanco y humita negra, nos llevaba del brazo. Cuando llegamos al restaurante y nos entregaron la carta, lo primero que leímos fue “Sabor Garantizado”. Mmmm ¿sabor garantizado? ¡Qué clase de publicidad era esa, por favor! Típico de restaurantes que prometen y prometen pero al final era más rico hacerse un sándwich en la casa. Pensé que sería una pérdida de plata.
Cuando llegaron los platos, recién comencé a creer en la promesa del restaurante. El olor y la textura del puré y el salmón eran incomparables. Pero la prueba de fuego era el sabor. Estaba exquisito, a tal punto que era uno de los mejores que he probado: rico, contundente y barato, el lugar lo tenía todo. Siguiendo mi visita por La Recova, me detuve por uno de los puestos que venden bolsos de cuero. No cualquier cuero, ese cuero oscuro, grueso, sólido que dura casi para siempre y ultra resistente. Comparando el precio a lo que he visto en Santiago en lugares que dedican a eso, era una ganga. Me sentí como cuando una niña tiene un algodón de azúcar. Una verdadera niña contenta con su capricho.
No había apuros, ni urgencias ni tener que cumplir con algo necesariamente importante. Sólo había que disfrutar. Ahí fue cuando se me cruza una genial idea por la cabeza: Running. ¡Qué mejor idea para aprovechar el paisaje que una buena corrida! Partí en el Faro y llegué hasta un poco antes del casino, ida y vuelta, obvio. Aquí fue cuando me sorprendí más: con mis audífonos y mi música, iba muy concentrada, ahí me fijé en las caras de las personas que venían en sentido contrario. Todos sonreían por algo: los niños, los padres, la familia, los pololos, las embarazadas, los amigos, las amigas. Todos pasaban al lado mío y SONREÍAN, así como cuando uno ve las películas, donde la gente es muy feliz, solo porque vive y está. En ese momento pasé por una vitrina y me reflejé. Me miré y tenía una cara completamente seria, entre concentrada y amurrada. Una cara muy común en las calles de nuestra capital, donde la gente no sonríe mucho porque estamos muy preocupados de lo que tenemos que hacer, de no ir atrasados, del taco, de que no te roben o que alguien no absorba nuestro tiempo. Me incluyo. Entonces, cuando faltaban dos días para volver a Santiago, pensé: voy a sonreír porque estoy feliz. Como los niños, los niños son felices solo por ser niños. Parece fácil, pero hagan la prueba, es más difícil de lo que creen.
Justo cuando venía de vuelta, decidí tomar esa experiencia como una lección. Independiente de que este 18 fueron muchos días, hay que empezar a disfrutar lo que uno tiene. Nadie lo hará por ti. Hoy, estoy más consciente de sonreír, así como cuando era niña
No hay comentarios:
Publicar un comentario